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Reflexión de ¿Quién soy?

Quién soy, letras

A lo largo de nuestra vida, todos nos preguntamos ¿quién soy? pero también todos cambiamos. Desde un punto de vista físico, empezamos como un pequeño bulto de 60 centímetros de altura aproximadamente, con características esponjosas y una piel suave y elástica.

Y luego, después de unos 90 años de edad, terminamos con el pelo gris y arrugas. En ese intervalo todas las células de nuestros cuerpos habrán sido reemplazadas numerosas veces, y habremos pasado por todo tipo de experiencias, de las que tal vez no quede ningún rastro en nuestra memoria.

A los 25 años no recordarás la mayor parte de lo que sentiste fuertemente cuando tenías 5, a los 67, ya solo será vagamente el recuerdo de lo que estaba en tu mente mientras te acercabas a los 30.

Llevamos el mismo nombre a lo largo de nuestras vidas y nos consideramos como una entidad unitaria relativamente estable ¿Pero es realmente correcto pensar en nosotros mismos como “la misma persona”?

Una vez que nos ponemos bajo el microscopio filosófico, la cuestión de la identidad personal se vuelve mucho más complicada de lo que suponemos en un principio. De modo que no podría decirse que somos continuos a través del tiempo. ¿Qué garantiza que podemos pensar en nosotros mismos como la misma persona durante toda la vida? ¿Dónde queda ubicada nuestra identidad personal? ¿Quién soy?

Una premisa común es que el cuerpo es la garantía de nuestra identidad personal. Esta es la teoría de que una parte clave de lo que me hace, es que estoy alojado en un cuerpo único: pero a los filósofos les gusta llevar esta hipótesis un poco más lejos:

Imagina que he perdido todo mi cabello, y te preguntas ¿quién soy?, ¿seguiré siendo yo? Sí, por supuesto. ¿Y si he perdido un dedo? Sí. ¿Una pierna? Definitivamente.

Ahora, ¿qué pasa si un maléfico demonio aparece y nos dice que teneos que perder cada parte de nuestro cuerpo, pero podríamos conservar solo una parte? ¿Qué parte sería? Pocos de nosotros escogeríamos un codo o un ombligo; casi todos nosotros escogeríamos nuestros cerebros. Esto nos dice algo interesante: Asumimos implícitamente que algunas partes de nuestro cuerpo están más “cerca” del núcleo de nuestra identidad personal que otras; y la más cercana de todas las partes, son nuestros cerebros.

El cristianismo tiene su versión de este experimento mental.

Nos insta a pensar qué sucederá tras la muerte, e imagina una separación del cuerpo, que en última instancia no es significativo; y el curso de la sobrevivencia continúa en una más modesta y preciosa parte, a la que llama “el alma”.

Hay otra versión de este experimento mental, en que dos amantes entran en juego. En las primeras instancias del amor dos personas que han ido a la cama juntas podrían preguntar: ¿qué es lo que realmente te gusta de mí? La respuesta equivocada, es decir: “tus fabulosos pechos” o “tus sorprendentes brazos musculosos”.  Pechos, en definitiva, no se sienten los suficientemente “yo”, para ser una respuesta aceptable. Parece que queremos ser amados por algo más “cerca” a nuestro “yo real”; tal vez nuestra “alma” o nuestros cerebros.

Ahora, llevemos este experimento mental más lejos: ¿qué parte del cerebro es en realidad la  más crucial de mi ser? Imaginemos que he recibido un golpe en la cabeza y he perdido mi habilidad para jugar tenis. ¿Sigo siendo yo?  La mayoría de nosotros diría: sí, seguro. Y si hablaba latín, pero perdí la capacidad, u olvidé cómo cocinar espárragos con una fuente de mayonesa baja en grasa… ¿seguiré siendo yo?, ¿Quién soy? Sí. En otras palabras: las capacidades técnicas no se sienten muy cercanas al núcleo de nuestra identidad personal.

¿Qué hay con otros tipos de memorias? Una gran parte de lo que me hace ser, suele ser mi almacén de recuerdos: Recuerdo la alfombra de mi habitación de cuando era pequeño, o la chica de la que estaba enamorado en la universidad, o el clima en Síndney, cuando fui allí en la primera gira de mi libro por Australia. ¿Pero si todos estos recuerdos se desvanecieran, todavía podría ser yo? Un punto de vista es: posiblemente… siempre y cuando algo permanezca; y ese algo le podemos llamar: mi carácter. En otras palabras, si mis características siguen siendo parte de mí: inteligente, interesante o importante, sigo siendo el mismo. Mi almacén de recuerdos de sentimientos y comportamientos podría haber desaparecido, pero podría estar seguro de seguir sintiendo y comportándome de la misma manera. Los que me rodean tendrían que seguir recordándome cosas que sucedieron, pero todavía me reconocerían como “yo”.

Una idea fascinante está a la vista: La identidad personal parece consistir no en la supervivencia corporal (podría ser puesto en el cuerpo de alguien más o vivir en un frasco y todavía ser yo), no en la supervivencia de la memoria (podría olvidar todo y todavía ser yo), sino en la supervivencia de lo que oímos llamar “carácter”. Esta es una idea atribuida al filósofo inglés John Locke, quien escribió la célebre frase “La identidad personal se compone -de lo que él llamó- la identidad de la conciencia.

Si un demonio nos ofrece la opción entre recordar todo, pero sentir y valorar de manera muy diferente, o sentir y valorar la misma clase de cosas, pero sin recordar nada, la mayoría de nosotros (propone Locke) elegirá la segunda. Así que tenemos que llevar la identidad personal a su esencia.

Pensemos en la muerte con todo esto en mente:

la visión estándar de la muerte es que es triste porque significa el final de nuestra identidad. Ciertamente significa el final si nos identificamos con la supervivencia de nuestros cuerpos o quedarse sin recuerdos, pero si pensamos que somos en gran medida nuestros valores, amores y odios característicos, entonces estamos, en esencia, garantizando una especie de mortalidad.

Tal vez lo que hemos aprendido a llamar “yo”, era solo un lugar de temporal de descanso, para un conjunto de ideas e inclinaciones que son mucho mayores y están destinada a vivir mucho más que nuestros cuerpos.

Podríamos intentar estar menos tristes por la muerte abandonando la idea de que somos una constelación particular de características físicas y no cuestionarnos en el quién soy.

Uno siempre está, en esencia, mucho más tiempo del que dura un trance generacional, como un conjunto de inclinaciones e ideas. Continuarán surgiendo y viviendo, siempre que esas ideas que son las más características de nosotros, emerjan como deben hacerlo en las generaciones que han de venir.

Centrándose en las cuestiones de la identidad como el paradójico y más bien animado efecto, que nos hace al mismo tiempo menos unidos a ciertas partes de nosotros, y más confidentes en las cosas realmente importantes acerca de lo que hemos sido, sobreviviremos, en cierto modo, mucho después de que nuestros cuerpos regresen al polvo y los recuerdos hayan sido borrados.